Si algún joven quisiera escuchar a este viejo, se lo diría bien claro: apura, chaval. Algún día, casi sin darte cuenta, tú también habrás vivido setenta y pico primaveras.
La crueldad del surf para un viejo consiste en que el mar te va excluyendo fríamente porque para él no significa nada todo el amor que le has brindado. Al principio te aparta con leves indicios, luego de forma rotunda, como si ya no te quisiera conceder otra ola, y eso te acaba haciendo sentir un despojo.
Antes eran las agujetas, los dolores de cadera o de espalda, el frío. Con el paso del tiempo, la llegada de jóvenes generaciones con un vigor competitivo nunca antes visto acabó convirtiéndose en el detonante para dejar el surf, puesto que me resultaba imposible coger una sola ola.
En ese momento comprendí. Yo ya no tenía que hacer frente al dolor o al cansancio de la vida, sino a un pico repleto de gente más joven, más enérgica, mejor preparada, con más vida por delante que a sus espaldas. Todo eso hizo que fuese olvidando mi tabla en un rincón de casa y el surf, como tantas otras cosas, pasó a formar parte de mi pasado. Por eso los viejos caminamos encorvados. No nos curvan la chepa de los años sino la tristeza que conlleva renunciar a tus pasiones.
Luego, de repente, una pandemia. Todo el mundo en casa, jóvenes y viejos. También, de repente, desconfinamiento por fases. Todo el mundo sujeto a horarios escalonados. Insólito.
Sé que lo que voy a decir resulta cruel, pero a un viejo -tan viejo- le importa un carajo la censura del resto. La fase 1 fue lo mejor que me ha ocurrido en muchos años porque me hizo sentir vivo de nuevo al regalarme una parte del mundo que ya se me había arrebatado.
¡Naturalmente lamento los muertos, el caos, el colapso, la crisis…! Sin embargo, a mí todo ese drama me dejó un efímero soplo de felicidad que me va a acompañar hasta mi último día: un viejo flotando en medio de un pico vacío.
El día que todos se tuvieron que salir justo cuando yo entraba volví a tener olas a mi alcance, una playa desierta, un mar que me invitaba a entrar en lugar de echarme con malos modales. Ese día, triste para muchos, fue el más feliz en la vida de un viejo que, a su vez, era joven y reparó en que nunca es tarde para aprender una nueva lección. La vida, el mar, el surf, los años, no dejan de enseñarnos cosas.
Nunca es tarde para para sentirse vivo o darse el baño de tu vida.
Cuando pasamos a fase 2 y el pico ya estaba de nuevo colapsado, volví a aparcar mi tabla en su rincón. Pero yo ya era otro. Tal vez mi cuerpo estaba cansado pero mi mente se encuentra a miles de años luz de este lugar de supura sufrimiento y cansancio. Ahora en mi mente hay olas vacías y un olor a mañana fresca. Tal vez siga caminando encorvado, pero por dentro voy erguido. Ya tengo con qué soñar para lo que me resta de vida.
2 comentarios
Exacto,brutal jajaja me faltaron unos años para gozarla como tú,pero el resto de las sensaciones exactamente igual,gracias por no sentirme tan viejo ni tan loco.
Me ha encantado esta historia, quizá porque me siento en parte identificado. A mi no me echa el mar o la gente joven del pico, me echa la vida. Tengo más de cincuenta y nunca he conseguido ponerme de pie en condiciones en una tabla. Pero todavía hay tiempo de que llegue, nunca se sabe.