You’re in the jungle, baby, you’re gonna die!—
“Welcome to the Jungle”, Guns n’ Roses. 1987.
Comencé a soñar despierto, como afloran las mejores fantasías, ante mi café mañanero regado con ron cubano mientras miraba un parte poco prometedor. Un mar veraniego se acercaba perezoso a la costa, frenado por un viento cruzado que deformaría las líneas en su avance por el océano. La experiencia susurraba en mi oído que, si quería bañarme, tendría que ser en la playa de Ribarriola. Una fatiga tremenda se apoderó de mis músculos al evocar aquel nombre, pero estaba decidido a surfear. Tras un suspiro muy largo, acabé el carajillo de un trago, y visualicé la historia que voy a contaros mientras me liaba un cigarro, susurrando: “comienza el espectáculo”.
Media hora después, aparcaba el coche en pleno paseo marítimo de Ribarriola. En la playa rompía medio metro pasado, y a la marea le quedaba tiempo para alcanzar su punto bueno. Había al menos cincuenta personas en el agua, y tres cursillos de licra blanca en la orilla. Lo esperado, o más. Saqué el traje sin pensar, y al tomar la tabla, un sietepies veraniego para no sufrir demasiado, percibí que no tenía invento. Rebusqué en los cajones del coche, pero es inútil: se me había olvidado. Seguramente estaría en la tabla que utilicé durante el último baño, un bonito seiscero que descansa en el trastero, a buen recaudo. Mierda.
Mis ojos giraron hacia el paseo marítimo, donde puede leerse un rótulo gigantesco: Escuela de Surf Ribarriola. Vive el espectáculo del surf. Para más inri, el debajo del rótulo figura una foto enorme del dueño de la tienda saludando al estilo shaka. Dantesco. Eché un nuevo vistazo a la tabla sin invento. Me aproximo al local, del que brotan alumnos con idénticas licras blancas, y paso ante el escaparate de la escuela, que también es surf shop. Tras el cristal, entre clientes en busca de collares en forma de tabla de surf, reconozco al hombre de la foto. Alto, moreno, más mayor de lo que recuerdo a costa de unas incipientes entradas. Todo lo que veo es suyo: la escuela, el restaurante del local contiguo, la voluntad de los dueños del hotel anejo… Y por desgracia, también el invento que pienso pedirle prestado.
—Coño, Manel, cuanto tiempo—me saluda, mientras ojeo disimuladamente una Mayham, tabla carísima que nunca podré permitirme.
—Churi—le llamo por su apodo, el que usa todo el mundo y tanto le gusta—Tienes que hacerme un favor…
Churi abre la boca para contestarme mientras se coloca la gorra que le tapa el huevo frito, pero una familia, padre, madre e hijo adolescente, interrumpen mi súplica.
—¿Cuánto cuesta la tabla esa, con punta, que está ahí?
Mis ojos y los de Churi vuelan hacia la Mayham que hace un minuto observaba con deleite. Un puto bólido. No tiene precio porque es estratosférico.
—Primero me gustaría saber tu nivel…—el dueño de la tienda, de la escuela y de medio pueblo de Ribarriola escruta al chaval.
—He dado cuatro cursos, y creo que ya puedo usar “tablas con punta”
Juré que si volvía a escuchar esas tres últimas palabras me iba de la tienda.
—Igual vas justo de litros…—contesta Churi, que parece pensarse lo de entregar un Ferrari a alguien sin carnet—. Podrías probar algo parecido a esto…—y le enseña una evolutiva verde, perfecta para un principiante, pero sin visitas en YouTube.
El adolescente mira a los padres con el ceño fruncido, coge la Mayham y sentencia.
—Ya sé ponerme de pies, y quiero una tabla para girar—tuve que agacharme para recoger del suelo mi incrédula mandíbula—. ¿Cuánto cuesta?—pregunta el chaval, como si fuese a pagarla él.
—Setecientos cuarenta y cuatro euros.
—Tampoco es para tanto—sentencia la madre, y yo, que no creo en Dios, me santiguo—. ¿Aceptáis tarjeta?
Diez minutos después, la familia abandona la Escuela de Surf Ribarriola con una tabla nueva equipada con invento, funda, grip y un juego de quillas de carbono. Y por fin, Churi dispone de tiempo para atenderme.
—¿Me dejas un invento? Alguno viejo, de la escuela… Se me ha olvidado en casa, bro—añadí esta última palabra porque sé que a Churi le encanta. Dicen que la usa tanto que se duerme susurrándola: bro, bro, bro…
Su dedo señala una estantería donde relucen varios modelos de amarraderas, como las llaman en Canarias.
—Elige el que más te guste.
Por supuesto, quiere vendérmelo. La palabra prestar se atraganta en mi boca ante la estantería llena de inventos. Aquella actitud mercantilista explica por qué Churi es el dueño de la playa de Ribarriola. Pero el espectáculo todavía no ha acabado. Una pareja entra por la puerta de la escuela en el momento en el que saco la cartera con cara de pocos amigos, y preguntan en el mostrador.
—Queremos alquilar dos tablas de surf.
—¿Habéis probado los cursillos? Merecen la pena—ofrece Churi, un auténtico lobo del bussiness.
—Ya hicimos un par el verano pasado—suelta la chica, con una sonrisa confiada—. Sólo queremos bañarnos un rato.
La pareja sigue a Churi hacia la zona donde pululan monitores y alumnos con aspecto agotado, y esta vez sí, a escondidas cual cobarde, me voy negando con la cabeza. Sigo haciéndolo mientras pongo el invento a mi tabla y me cambio, y también al caminar hacia la arena esquivando toallas y abuelas. Menos mal que hay olas buenas.
Una vez en el agua, compruebo que está más grande de lo que parece desde fuera. Debe haber un metro pasado que rompe en un pico lejos de la orilla, pero una potente corriente hace de la remada un mero calentamiento. Viene la serie, compruebo que va buena, seca contra la lastra que entra desde la playa, y comienzo a decirme que no ha sido tan mala idea acercarme a Ribarriola.
Me toca, y pillo una derecha que empieza fofa, pero coge forma hasta crear varias secciones divertidas. Voy gritando desde que la remo, porque es la única forma de que no te salten en Ribarriola. En esa playa no hay normas, y los locales callan porque la mayoría son o han sido monitores, y más de la mitad de los que molestan son antiguos alumnos suyos. Es un círculo que comienza y termina en la escuela de Churi.
El rizo se riza al distinguir, nada más terminar mi ola junto a la orilla, al chaval de la Mayham introduciéndose en el agua en plena zona de espumas. Vuelvo a negar con la cabeza, y ya me duele el cuello de hacerlo. Una pena que tanta tabla vaya a ser destinada a chocar contra orilleras. Sin embargo, el chaval cena solomillo ibérico, y está fuerte gracias a unos genes que un día sirvieron para ganarse un apellido compuesto, por lo que a base de comer y soltar tabla, consigue llegar al pico.
Algunos surfistas le dirigen miradas incómodas, pero nadie se atreve a decirle que es un peligro para el resto. Mientras remo, escucho una salpicadura a mi derecha, y distingo a la pareja de la tienda flotando en plena corriente con sus tablas alquiladas. Mueven los brazos de forma lánguida pero terca, y un pensamiento compasivo ronda mi cabeza. Sopeso ayudarles, pero me digo a mi mismo que, tal y como está el día, el lugar más seguro de Ribarriola es la corriente. Pasan los minutos sin llegar ninguna serie, y sentado en el pico, observo que el chaval de la Mayhem se me cuela por dentro. Nada más sentarse en la tabla suelta un suspiro: ya es surfer. No me molesta, aunque saber que no puede hacer cucharas me perturba. No debería estar ahí, sino en la orilla. Lo pienso mientras la pareja, bendita corriente, es arrastrada pico sin quererlo ni beberlo, tendidos, exhaustos, sobre sus corchopanes.
De pronto, la chepa grisácea de una serie destaca en el horizonte. Es mayor que ninguna otra, y algunos avispados comienzan a remar hacia arriba. Todo el pico despierta menos el chaval de la Mayhem y la pareja, ni siquiera por imitación superviviente. Confiado, remo despacio, y de pronto, me percato de que la primera de la serie nos va a cazar a todos. La cresta de la ola se convierte en una pantalla cristalina donde se refleja el sol. Sube, sube y sube, y en su punto más alto encuentra a la pareja y sus corchopanes. Ellos esperan la embestida haciéndose los muertos, tumbados sobre la tabla, aferrados a los cantos, aceptando un destino escrito por Churi al darles aquellos tablones por un puñado de dólares. El labio baja con toda la fuerza del Cantábrico, y rompe sobre ellos haciéndoles brincar, y empujándoles directamente hacia mí. Hago la cuchara lo más profundo que puedo, pero una fuerza inesperada me agarra por el cable del invento, llevándome hacia atrás. “No suelto mi tabla ni muerto”, es lo único que puedo pensar. Y de repente, un golpe seco ilumina un resplandor blanco en mis párpados cerrados, y mi cuello cruje bajo el impacto. Al sacar la cabeza del agua, y me encuentro con el rostro del chaval que compró la Mayham a un palmo, entre espumas blancas. Me mira con terror, los ojos muy abiertos y la boca temblando. Noto algo cálido cayendo por mi frente, lo toco, y mis dedos se introducen en mi carne. Sigo palpando, y compruebo que la brecha, además de profunda es alargada. Entonces vislumbro, entre las espumas, la Mayham del chaval flotando boca arriba, con su invento enredado en el mío. Detrás, la pareja y sus corchopanes nadan hacia la orilla.
—Perdón, perdón—murmura el chaval, mientras mi sangre salpica su pelo.
—Tu puta madre—contesto, ciego de dolor, creyendo que es Churi quien habla.
El café con ron cubano vuelve a estar sobre la mesa de mi cocina. Ya no hay rastro de la brecha, de los corchopanes y de críos convencidos de que saben surfear. La media hora de coche hasta Ribarriola se me hace un mundo mientras me desperezo. Joder, qué mal sueño he tenido. Tampoco es la primera vez que me duermo desayunando, pero si la primera en que sueño con el futuro. Miro la hora, y me autoconvenzo de que es tarde para pillar bien el punto de marea. Mejor que sea a otro al que Churi y su puta escuela abran la cabeza.
4 comentarios
Me siento totalmente identificado, los que nacimos sabiendo hacer surf y nunca hemos molestado en el pico, los que nos hacemos nuestras propias tablas a mano, shapeando con las uñas y no hemos pagado una tabla en la vida, sabemos lo que es sufrir eso todos los días. Yo hubiera insultado más al tipo de la tienda, son un cáncer. Es mucho mejor que el mercado del surf local lo tenga el australiano de turno que vino hace años a aprovecharse de lo barato que era el mercado inmobiliario español. Mi apoyo total, quedamos pocos puristas.
PD: He puesto puristas pero quería decir imbéciles.
Brutal toda la historia!!!….. Y real como la vida misma!
Un placer leer historias así, solo un surfer, puede exponer todas esas anécdotas en un párrafo tan pequeño, me hace volver atrás, me hace recordar, a los que me ispiraron, para convertirme en el surfer, que soy hoy, esas historias que leía muchas veces en revistas y me que hicieron soñar,esas historias son las culpables de que mi mundo, fuera solo y respirara solo, surf, desde la isla de Tenerife, un saludo, esas palabras, puede, que cambien la vida de alguien y le de, esperanza!!!! Esperanza por una vida, llena de acción, de presente, de estrella del rock, en medio de su soledad y en medio, de un océano, maravilloso por su belleza y furioso por su violencia. Gracias.
Hola Manel , desde el Cantábrico pero desde otra latitud , me ha encantado el relato, ésta es la distopia que nos toca vivir, no es bueno refugiarse mucho en los recuerdos, pero hemos vivido realidades preciosas como olas perfectas y con poco más que amigos.
Si has empezado ahora sigue escribiendo porque te has hecho una pared cojonuda.
Acordaros del lema de una de las revistas de revistas de estraperlo de entonces.» Only a surfer knows the Feelin «.
Abrazos y estiramientos…